La ansiedad del consumo navideño: el ritual social y la búsqueda de cierre emocional

No me había percatado de que diciembre se convirtió en un deporte extremo de 15 días. Uno en el que la gente corre con un carrito como si estuviera en Los juegos del hambre, luchando no por sobrevivir, sino por pagar primero. No importa qué haya en la canasta: objetos que algunos recibirán con gusto, otros con respeto diplomático, y otros con la clásica sonrisa de «gracias… no gracias», especialmente cuando les tocan los ya legendarios calcetines navideños o ese llavero del viaje a la playa que alguien hizo hace varios años. Sí, esos que nadie pidió pero todos recibimos.

Lo interesante no es el regalo. Es la prisa. El impulso. La ansiedad disfrazada de espíritu navideño entre luces, villancicos y abundancia precoz en las billeteras del colectivo.

La prisa disfrazada de espíritu navideño

Cada año observo la misma escena en todos los niveles: pasillos llenos, gente agitada, listas interminables… y un aire de urgencia que no está relacionado ni con la Navidad, ni con el afecto, ni con los buenos deseos. Es una urgencia más primitiva: la necesidad de sentir que estamos «cumpliendo» con el rito social de cerrar el ciclo, que volverá a iniciar al dar las 0hs del siguiente año.

Seamos honestos, no sabemos si la carrera es para hacer felices a otros, para quedar bien, o simplemente para no sentir que entramos al próximo año en cero emocional. Diciembre activa una especie de botón interno: «Corre, compra, entrega, agradece, sonríe, repite». Como si no hacerlo nos dejara fuera del juego del año que viene. Como si el universo revisara el tique de compra antes de dejarnos pasar a enero.

No es crítica al consumo. Es observación humana. He visto personas comprando compulsivamente, no porque quieran regalar, sino porque temen no haber hecho «lo suficiente». Hasta parece que diciembre tiene un contador moral incorporado.

Regalos como escudos emocionales

Lo paradójico es que muchos regalos no son regalos. Son escudos emocionales. Se dan para evitar preguntas. Para evitar sentir. Para no llegar a enero con temas pendientes que no caben en una caja envuelta. Regalar es mucho más fácil que hablar. Consumir es más rápido que conectar. Comprar algo nuevo es más sencillo que enfrentar lo viejo.

¿Hiciste tu revisión? ¿Cumpliste tus propósitos después de casi atragantarte con las uvas? ¿Fuiste buena persona, buen compañero de oficina, buen familiar o amigo? ¿O quieres comprar tus vacíos con cosas materiales sabiendo que solo pasó un año más siendo la misma persona, con un poco de desgaste natural y físico?

Por eso diciembre no es solo la temporada de ofertas. Es la temporada de espejos. Nos muestra:

• Cómo ansiamos empezar de nuevo.
• Cómo intentamos aliviar culpas con envolturas brillantes y moños enormes.
• Cómo nos da miedo llegar al cambio de ciclo sin nada en las manos.

A veces diciembre parece un intento colectivo por convencernos de que estamos bien, aunque no siempre lo estemos. Pero también deja una lección escondida entre filas, carritos y calcetines: El cierre del año no está en los objetos que damos, sino en la honestidad con la que lo cerramos. Y a veces —solo a veces— regalamos más paz bajando la velocidad que llenando la bolsa.