De barro, Dios y nostalgia

El nacimiento mexicano. Herencia de diseño, tradicion y raices.

Néstor Damián Ortega, autor AutorNéstor Damián Ortega Seguidores: 411

De barro, Dios y nostalgia
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Leía en un artículo (bastante interesante, que no cito para que no haga usted comparaciones en las que pueda salir desfavorecido) que las experiencias de la infancia, en su etapa más temprana, marcan indudablemente nuestra vocación por el trabajo. Decidir tal o cual oficio, carrera o profesión, si me voy con Chana o me voy con Juana. A partir de ahí traté infructuosamente de auto-psicoanalizarme, con claros resultados negativos. Lo único que me dejo el experimento fue el recuerdo lejano de mi perro, el chacho, y la primera vez que coloque un nacimiento mexicano. ¿Vendrá de ahí mi gusto por los objetos? ¿De esa experiencia temprana vendrá mi pasión por la arcilla, el barro, la cerámica, la madera, el vidrio y demás? ¿Eso de montar piezas, acomodar casitas, construir puentes, acomodar ovejas en musgo, peces en lagos de vidrio y mulas en papel celofán, acaso me habrá influenciado para dedicarme al diseño.

Ahora que lo pienso bien, creo que mi primera experiencia con el color, el orden, la armonía, las escalas, el equilibrio, el contraste, la policromía y cuanta cosa —es decir, Fundamentos del Diseño de Wucius Wong— lo experimente prácticamente con mi abuela a los cuatro años.

«Pon el musgo más verde acá, cerca del pesebre», «pinta los reyes magos», «acomoda al camello, al elefante y al caballo». Mi abuela ejercía una logística milimétrica de composición, y creo que le herede eso para diseñar. Cada uno de esos objetos que me pasaba con sus manos cansadas y arrugadas, eran novedades sensoriales para mí. Sentir las figurillas de burros, ranas, conejos, vacas de barro de Metepec o San Bartolo Coyotepec, los angelitos de Tzintzuntzan, las esferas de vidrio reluciente de Chignahuapan, el niño de Tlaquepaque, los pastores de cerámica de San Miguel de Allende y el pesebre de madera de pino de algún maestro artesano de cualquier hermoso rincón de México.

Figuras de barro, de ceramica, de madera pintadas a mano.
La tradicional piñata mexicana hecha de barro y papel de colores, con siete picos que representan los pecados capitales, romperla con un palo de madera es combatirlos y ante ello una recompensa de dulces y frutas.

Y tal vez —solo por suponer— cada figura, cada pieza, cada objeto en su acomodo y en su justo lugar, cada material con su particular textura, colorido, temperatura, me llevo desde ahí, de golpe y porrazo, sin saberlo, a diseñar, a crear, a sentir. Porque el diseñador debe considerar al mundo como una realidad que debe ser interpretada.

El diseño debe ser un puente de actividad creativa, de búsqueda de raíces, de orígenes, de colores y formas, de aromas y texturas. El diseño en última instancia crea y desarrolla conceptos, así como el artesano y mi abuela en su pesebre. Me asusto muy poco ya de mi alejamiento industrial y mi reconocimiento en dimensiones artísticas y culturales, a replicar, a aprender humildemente, a sentir las tradiciones de esta tierra mía, sus materiales, sus hechuras, a valorar profundamente al artesano, porque cada día creo menos en las fronteras y las definiciones ortodoxas de cualquier tipo. Si se es diseñador, artesano o artista, me importa «una pura y dos con sal». El artesano es un hermano en el camino de la creación. La academia no me hace legítimo y al él bastardo, compartimos la placenta de escrudiñar materiales, moldear formas, experimentar estéticas y funciones, sentir esos objetos y dejarlos rodar en el mundo. El artesano, al igual que el diseñador, es un innovador que salta como un niño en su imaginación, hilvanando ideas, construyendo pesebres.

Al crecer me hicieron visitarlo ortodoxamente en edificaciones y palacios, lejos, muy lejos de aquellos materiales del pesebre de mi abuela. Verlo ahí así, de nuevo desnudo, de nuevo tan frágil, pero ahora lacerado, crucificado con una corona de espinas y también hecho de barro, ¿será que es doloroso crecer? Tal vez por ello no le he podido volver a mirar a los ojos.

La tradición de los nacimientos da comienzo con la evangelización de los españoles a los pueblos y civilizaciones originarias.

Será que ese nacimiento —con nopales, magueyes, palmas cocoteras, oyameles y pirules, entre los que pululaban animales de la más diversa índole y animales de carga que pastaban imaginariamente el paixtle, la paja o el cartón, entre aserrín pintado y tierra hecha a base de polvo rojo de ladrillo o adobe— me insertó tan de chamaco una herencia cultural insoslayable, un diferenciador de mi origen, mi cultura, mi suelo. Será que ahora a mi conveniencia veo el nacimiento mexicano como una forma de resistencia cultural, resistencia autóctona, originaria, contra la avasallante navidad occidental (más bien gringa).

Y en ese imaginario de resistencia aparece diseñado un universo ya lejano ahora, pero tan nuestro, que extendía sus posadas en donde la chiquillería le pega bien duro a esa piñata de siete picos hecha de barro y adornada con papel mache y serpentinas sostenida de un mecate y balanceándose al ritmo de los palazos hasta que, de pronto, un estruendo se escuchaba quebrando la olla y dejando caer una lluvia de colaciones, cacahuates, jícamas, caña de azúcar, naranjas, limas y tejocotes; después mi botín era custodiado por mi abuela en su canastilla de palma tejida para asistir a las pastorela debajo de los faroles de papel y reír tan limpiamente con las ocurrencias de Bartolo. Acto seguido, iluminando el camino con velas de parafina —haber chamuscado los cabellos de una niña y jalón de orejas—, la abuela me habrá llevado de su mano detrás de los santos peregrinos sosteniendo el libro de letanías y cantado: «os pido posada». Una vez recibidos habremos merendado tamalitos con atole, chocolatito caliente, buñuelos con polvo de canela y miel de piloncillo acompañado de romeritos, para posteriormente liberarme de sus largas enaguas y correr a tronar chinampinas, buscapiés y cebollitas que estallaban felizmente dejando olor a pólvora y sonido a risas.

Un nacimiento mexicano tradicional puede constar hasta de mas de 2,000 piezas.

Trato de dar vueltas y recordar más si aquí fue mi momento fundacional para ser diseñador, pero no es me es posible. Dudo que en realidad esto pasara, dudo de ese pequeño niño —cuando no quería oro, ni quería plata, yo solo añoraba romper la piñata—, pienso en esa pequeña figura central del pesebre hecha de barro, arropada, desnuda, frágil, humilde, sobrellevando el frió con el calor de un asno, el amor de sus padres y la precariedad de su nacimiento al cual podía tocar, ver a los ojos sin el más mínimo pudor.

Dulces tradicionales llamados colaciones, de los mas diversos sabores son repartidos en las festividades decembrinas llamadas posadas.

Dale, dale, no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino, ya le diste una, ya le diste dos, ya le diste tres y tu cuenta se acabó.

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Fotografías de Ariana Soto.

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