Concursos de diseño: lo que hay que saber antes de participar
Los porqués de los concursos
Una reflexión sobre los motivos que llevan a la existencia de los concursos de ideas, sobre su conveniencia para todas las partes y sobre la calidad de los resultados que suelen producir.
AutorLuciano Cassisi Seguidores: 2031
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Una de las modalidades de contratación de servicios de arquitectura, diseño gráfico, diseño industrial, publicidad, etc., es el llamado a concursos de ideas. Los hay abiertos, a un sector profesional, y cerrados, a un grupo reducido especialmente invitado a participar. Los primeros son más frecuentes en el ámbito público y en las ONG, mientras que los concursos cerrados son más comunes en el mundo de la empresa privada.
Por qué los clientes recurren a la modalidad de concurso
Sin duda, el principal motivo para convocar a un concurso de ideas es, precisamente, la falta de ideas: una organización se encuentra en una situación que exige una intervención en sus recursos de comunicación, infraestructura y/o imagen, pero no tiene claro cómo llevarla adelante. Muchas veces no conoce a fondo la naturaleza del problema que enfrenta, no domina todas sus dimensiones, no sabe exactamente qué tipo de solución necesita y, por lo tanto, no está en condiciones de elaborar un programa completo que oriente la intervención. Así, la posibilidad de obtener muchas propuestas de solución representa una alternativa más que seductora.
Por supuesto, la ausencia de programa jamás es puesta de manifiesto: la organización no admitirá su incapacidad de gestión y su carencia de rumbo. Aunque en los concursos públicos exista un brief de necesidades escrito y en los concursos cerrados una reunión informal y escueta con cada profesional, la demanda casi siempre resulta excesivamente abierta. En lugar de definir el rumbo (el programa) y luego convocar a profesionales idóneos para el caso, los organizadores deciden pasarle el problema completo a los participantes.
Los concursos tienen un costo bajo para la entidad convocante. El premio rara vez supera el valor promedio de mercado del mismo trabajo contratado directamente.1 Esto representa un gran incentivo para los organizadores, que efectivamente esperan obtener a través del concurso más ideas, más diversas, al mismo o incluso menor costo.
La búsqueda de cantidad y diversidad responde a la fantasía —generalmente errada— de que esos ingredientes aumentarán las probabilidades de encontrar la mejor solución. En los casos más oscuros también puede responder a la «picardía» de acumular ideas para construir una suerte de «súper-idea», que incorpore lo mejor de todas ellas; es decir, para «robar ideas».2
Al beneficio de la cantidad, la diversidad y el bajo costo sólo falta sumarle la ventaja de sacarse de encima varios problemas que exigirían tiempo, dedicación, idoneidad y gran capacidad de gestión: estudiar a fondo el problema, los casos homólogos, definir un programa, investigar el mercado en busca de profesionales idóneos para el caso, negociar con ellos el valor del servicio, participar activamente en la elaboración de la solución proveyendo todo tipo de información (incluso confidencial), etc.
Existe otra razón para organizar concursos que no necesariamente va acompañada de las anteriores. Los concursos de arquitectura, diseño industrial y diseño gráfico en el ámbito público o en las ONG sirven para otorgar —al menos en apariencia— transparencia y legitimidad a la gestión. La transparencia surge de la condición pública y abierta del certamen y de la evaluación anónima de las ideas (presentadas bajo seudónimo3), mientras que la legitimidad frente a la sociedad, resulta de la propia participación y apoyo de todas las partes involucradas.4
Por qué los profesionales participan en los concursos
Si bien, afortunadamente, no se trata de la forma más habitual de contratación, existe una fascinación por esta clase de certámenes. La de los estudiantes5 es comprensible, no necesita explicación, pero la aceptación casi incondicional que suelen dar los profesionales a unas reglas de juego siempre desventajosas, merece al menos analizarse.
Generalmente el incentivo mayor que lleva a participar en concursos no es el valor económico del premio —que suele ser bajo—, sino el anhelo de prestigio profesional. En los concursos de diseño gráfico e industrial los profesionales generalmente no obtienen más que eso, que a veces no es poco. En algunos concursos de arquitectura se suma al incentivo básico la posibilidad de asegurar un cierto flujo de trabajo y/o ingresos por unos cuantos meses, ya sea por obtener la dirección de obra o ampliaciones del proyecto original. Lo mismo ocurre en los concursos cerrados de publicidad en los que, lo que está en juego es un contrato por un período de tiempo.
En cada caso la oferta puede parecer justa para muchos, siempre y cuando se la observe sólo desde el punto de vista del ganador. Y, por supuesto, nadie participa en concursos pensando en otra cosa que en ganarlos. Pero si se analiza desde el punto de vista de todos los participantes, cuando los perdedores no reciben nada a cambio de su trabajo y de su inversión de tiempo y dinero —es decir, en casi todos los casos—, sin duda esta modalidad constituye una verdadera estafa, hábilmente encubierta tras unos falsos aires de «espacio de oportunidades participativo y democrático». Lo cierto es que dentro del proceso de todo concurso se producen hechos para nada democráticos: la selección de los miembros del jurado, la elección de la idea ganadora y la misma toma de decisión de llamar a concurso.
Al participar, los profesionales avalan la estafa al tiempo que ponen en duda su propio profesionalismo, admitiendo tácitamente:
- que están dispuestos a trabajar indignamente (gratis), y que por lo tanto su trabajo, su tiempo y sus ideas, no han de valer demasiado (entregan todo eso a cambio de nada),
- que aceptan trabajar sin programa, a ciegas, y sin la retroalimentación necesaria para dar un servicio de calidad y, por lo tanto,
- que su interés no es proveer un servicio de calidad, sino ganar el concurso para obtener prestigio profesional o trabajo.
Esta suerte de «inconciencia masoquista» no sólo se manifiesta en forma individual —al participar en concursos—, sino también colegiadamente: las asociaciones profesionales, los medios especializados y las casas de estudios, son los principales patrocinadores de los concursos entendiéndolos como verdaderos «logros» de la profesión y los reivindican como «derecho» de los profesionales y puertas de acceso a niveles superiores de la práctica.
Ese entusiasmo fervoroso resulta peligroso, porque los concursos públicos siempre son utilizados por las empresas privadas para bajar costos, y muchas veces por los gobiernos para legitimar ante la sociedad intervenciones conflictivas.6 En ese juego quedan implicados —en una complicidad casi siempre inconciente— tanto los concursantes como los miembros del jurado, y los entusiastas (o tuertos) patrocinadores.
Por qué los resultados generalmente son malos
La insuficiencia de programa a la que los profesionales se enfrentan en los concursos, les obliga a analizar la situación y elaborar un programa propio, sin contar con la totalidad de la información y la retroalimentación necesarias. Así, las ideas responden a unos programas ridículamente diversos, basados en puras hipótesis y conjeturas no verificadas con el cliente, en lugar de responder todas a un programa único y ajustado. Las posibilidades de que en ese esquema puedan surgir ideas eficaces, son realmente bajas.7 No se le puede pedir a un médico que alivie una dolencia grave con una sola consulta, pero al parecer sí a los «creativos» diseñadores, publicistas y arquitectos.
Cuando las organizaciones necesitan contratar abogados, auditores, asesores de marketing, asesores financieros, desarrolladores de software, etc. —todos servicios que también necesitan buenas ideas—, por algún motivo no llaman a concurso. En el caso de los servicios relacionados con la imagen y la comunicación, la diferencia aparente radica en que estos siempre concluyen en la definición de la forma final de productos, que se pueden tocar y ver. Productos percibidos como meros asuntos de ingenio, creatividad, decoración y buen gusto que, por supuesto, todo el mundo se siente capacitado para evaluar.
La verdadera diferencia es que los clientes que llaman a concurso compran producto en lugar de contratar un servicio. Como el producto no existe, no se puede conseguir recorriendo vidrieras, aprovechan el ansia de prestigio o la necesidad de trabajo de los profesionales para crearse su propio shopping de ideas, a bajísimo costo. Es evidente que contratar un servicio como si se estuviese comprando un producto, difícilmente pueda dar como resultado un buen servicio.
En tren de ganar prestigio o trabajo, y ante la imposibilidad de brindar un servicio de calidad, los participantes a lo sumo hacen su intento, disparando un tiro al aire, a la espera de acertar en algún blanco; pensando más en las preferencias que imaginan tendrá el jurado que en la eficacia de la solución.
Pero aquí no termina el problema. A la hora de evaluar las ideas, el jurado —generalmente integrado en su mayoría por miembros no-técnicos—, que tampoco tiene estudiado correctamente el problema y no tiene un programa con el cual cotejar el ajuste de las propuestas, se ve obligado a improvisar un nuevo programa o a tomar una decisión amateur, basada fundamentalmente en su «buen gusto».
En las condiciones descriptas —que son las más habituales—, los concursos profesionales son fácilmente comparables con los certámenes literarios y los concursos de manchas. Sin embargo, hay diferencias fundamentales que los organizadores, los profesionales, las asociaciones y las escuelas suelen pasar por alto: que en los concursos «artísticos» las obras presentadas no necesariamente se elaboran ad hoc, «sirven para otra batalla», y lo que se premia es fundamentalmente el talento. Los concursos de arquitectura, diseño y publicidad no se hacen para premiar el talento de los participantes sino para encontrar soluciones eficaces a los problemas concretos del cliente. Las soluciones no sirven para presentar en otros concursos.
Sea por inconciencia o por necesidad, al aceptar y avalar las condiciones de los concursos, los profesionales —que tan frecuentemente caemos en la megalomanía de considerarnos hacedores del progreso y defensores de las causas justas—, descuidamos nuestro profesionalismo y la dignidad de nuestro propio trabajo.
Al parecer el «virus» de los concursos produce más «infecciones» en el mundo angloparlante que en el nuestro. Tal vez por eso los profesionales ya han comenzado a producir «anticuerpos»: han surgido fuertes iniciativas8 de concientización que apuntan a que los concursos sean considerados lo que realmente son: «demanda especulativa de trabajo» (spec work en inglés).
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- En raras ocasiones, en concursos cerrados, la organización convocante paga honorarios a todos los participantes por los anteproyectos. Esa actitud tan poco común, otorga cierta dignidad al trabajo, garantiza el compromiso de la organización y, por lo tanto, acerca a la convocatoria a lo que debe ser: una prestación de servicios.
- En algunos concursos públicos de diseño gráfico se ha comenzado a exigir que la presentación de proyectos incluya una copia en CD. ¿De qué podrá servir a los organizadores ese material en un soporte tan incómodo, que ningún jurado preferirá en comparación con la facilidad de manipulación que ofrecen los clásicos paneles impresos? Aunque el jurado lo prefiriera, resulta sospechoso el hecho de que se exijan las dos cosas: los paneles y el CD. Exista o no la intención de robar ideas, quienes organizan concursos no suelen preocuparse demasiado por establecer condiciones transparentes que disipen cualquier sospecha.
- Un ejemplo paradigmático de falta de transparencia es el concurso organizado hace pocas semanas por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, para la definición de su Marca Turística. Según indican las bases, los diseñadores pre-seleccionados presentaron sus propuestas sin seudónimo, de modo tal que el jurado las evaluó con total conocimiento de su autoría. Si el nombre del autor era un dato necesario para evaluar su trabajo, lo justo hubiese sido ahorrarle el trabajo a quienes no calificaran, y si no, lo correcto hubiera sido solicitar las propuestas bajo seudónimo.
- Me refiero a todos: concursantes, jurados, entidades vinculadas, patrocinadores, etc.
- Francisco Calles toca el tema de la inutilidad de los concursos para estudiantes en «Notas incómodas sobre la enseñanza del diseño».
- En «Dos Batallas» Rubén Cherny sostiene que «los concursos entre arquitectos suelen legitimar intervenciones que los gobiernos municipales realizan en los barrios. Se habla de «recuperación» de los barrios degradados, pero en realidad debería decirse «reapropiación". No son los mismos sectores los que se benefician con una recuperación sino que ocurre una operación que produce un cambio de mano. Con la excusa de un acontecimiento, de un hecho «cultural» o «urbano» (el mundial, las olimpíadas, la recuperación) se movilizan capitales privados. El «acontecimiento» es la oportunidad de negocios entre el estado neoliberal y los inversores privados, con la excusa de un ideal cultural o de optimización del entorno urbano. Los barrios, entonces, pueden mejorar en lo físico y degradar por la alteración de las relaciones interpersonales, de su ambiente, su «tono» o por la pérdida de sus genuinos habitantes: las clases populares.»
- La presentación de ideas alternativas es uno de los pocos elementos recurrentes en todo servicio creativo. En ese sentido, un concurso de ideas bien orientado y en condiciones de trabajo dignas (trabajo remunerado), puede llegar a producir propuestas de solución tan eficaces como las que de un buen profesional contratado directamente.
- La AIGA (American Institute of Graphic Arts) tiene clara posición respecto al trabajo especulativo y ha propuesto una carta modelo para enviar a los clientes que solicitan trabajo gratuito a los diseñadores. El texto de la carta, traducido por Diego Rodríguez Bastías, ha sido reproducido en varios sitios sobre diseño, entre ellos: Valparaíso Zona de Diseño y DG Hispanos. Una propuesta mucho más elaborada es la iniciativa NO!SPEC, que une a diseñadores, educadores, empresas y organizaciones de todo el mundo, contra esta tendencia creciente.
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