Puro diseño

Cuando el diseño se interpone entre nosotros y la felicidad.

Andrés Gustavo Muglia, autor AutorAndrés Gustavo Muglia Seguidores: 138

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Los mass media, las revistas de toda índole y dirigidas a los más diversos públicos, el cine, el video, Internet; se ven inmersos, atravesados, por medio de esa influencia tan poderosa en el diseño contemporáneo como es la moda, de una serie de significantes carentes de mensaje (y por tanto intercambiables y renovables) que configuran, en un horizonte sobreabundante en formas, las imágenes siempre seductoras del diseño posmoderno. Estamos viviendo a pleno el diseño posmoderno, de eso ya no caben dudas. La silueta de este diseño actual, sus formas y sus concepciones no siempre comprometidas, como antaño, con la «función», invitan a veces, como los ritmos hipnóticos y pegadizos del corso, a que uno mueva el pie al ritmo que le dicta estos comparsas prestidigitadores de lo visual.

Sin embargo, y a pesar de que en algunas ocasiones uno se deja llevar de forma hedonista (a todos nos gusta gozar) por esta explosión visual detrás de la que a veces no existe mayor: contenido, pensamiento, teoría; y que de algún modo se relaciona con la plástica, detrás de la que sí (no siempre) encontramos contenido, pensamiento, teoría. A pesar de esto y de ya nuestras mentes estar adaptadas (bombardeo mediático-visual mediante) a decodificar mensajes plagados de interferencias de toda índole; a veces, algunas veces, muchas veces, extrañamos no ya un rigor (que suena a botas lustradas, a reglas y a enemas) sino un resabio raquítico de, por llamarlo de alguna manera lo suficientemente polisémica (¡!), sentido común.

La moderna tecnología ha posibilitado (bomba de agua mediante) que nuestras duchas no carezcan, como las de nuestra infancia que dependían de la presión de la red comunitaria, de la potencia que hace de una mera lluvia artificial un antídoto contra los males del alma. Hoy giramos la fría llave y disfrutamos de un chorro de agua vehemente, viril, relajante y reparador. Si es invierno, éste se verá acompañado de la consecuente nube de vapor, que dará a esta escena plagada de los escalofríos de un cuerpo sometido a un cambio abrupto de temperatura, ribetes oníricos. En medio de esta tempestad de placer, de este agua que se filtra secreta e irreverente por nuestros recodos más íntimos y recónditos, deberemos, una vez superado el primer momento de retozar puro debajo del agua, acicalarnos.

Aquí y más que nunca, aunque inesperadamente tal vez (sobre todo para el lector) se presenta un repetido inconveniente de diseño. El buen cristiano, el hombre de juicio, comienza a bañarse por la cabeza; esto es un axioma que subvertido pone en riesgo, estamos casi seguros de ello (de ser ciertas las teorías holísticas), el equilibrio todo del universo. Buscaremos entre la bruma el preciado shampoo que nos ayude a este menester y aquí, en este medio húmedo y vaporoso que conspira contra nuestra mirada, nos encontraremos ante la visión de dos gemelos envases, que como siameses idénticos e inquietantes esperan nuestra decisión. No hay pistas que nos delaten cuál es el shampoo y cuál la crema de enjuague. Para colmo nuestra amante esposa, mareada tal vez por las insistentes pantallas que en las góndolas del supermarket le insisten que compre tal o cual cosa, decide predeciblemente comprar el combo que garantiza un «tratamiento» completo a base de nuez de cajú y que promete además revitalizar nuestro cuero cabelludo y quizás, en una velada alusión, aumentar nuestra libido.

Un eterno segundo de espera, que recuerda a cowboys con las piernas separadas y las manos en la empuñadura de los revólveres en los dos extremos opuestos de la calle principal de un pueblo olvidado (una mata de pasto pasa rodando entre ellos), se solidifica entre nosotros y estos dos envases gemelos. Los estudiamos, conscientes de que la energía que gastemos en levantar el equivocado no volverá jamás, y que asesinaremos así un preciado segundo de nuestras vidas en tamaña nimiedad; pero los envases nada nos dicen, porfiados en su mutismo. Dos idénticas e inalcanzables morochas nos miran sonrientes y letales como Judith. Sobre ellas letras rojas y doradas sobre fondo turquesa nos aseguran que este brebaje nos dará los rulos más rotundos y brillantes de la historia de la humanidad. Más abajo la representación de cierta raíz oriental que recuerda a la germinación del poroto entre dos algodones húmedos, rechaza nuevamente nuestra mirada. Miles de firuletes multicolores y letritas que nada aclaran eluden nuevamente lo que buscamos.

Lo sé, estoy perdido de antemano, las cartas están ya echadas. Sé que el diseñador colocó lo más importante de los dos envases (la indicación de si se trata de shampoo o crema de enjuague), en letra demi de cuerpo ocho color celeste oscuro sobre fondo azul claro. Sé que nunca podré diferenciar los dos envases. Me remito al azar, extiendo la mano, resignado. Murphy tenía toda la razón, escojo el equivocado.

Como renegando de la férrea mano del destino y sus tragos amargos, dejando de lado cientos de años de ascendientes que llenan mi genealogía y que jamás condescendieron a utilizar en sus recios y pardos cabellos un cosmético tan femenino como de difusos cometidos; me lavo la cabeza con crema de enjuague; tendré el pelo sucio pero la conciencia tranquila. Gracias señor diseñador. Gracias por las letritas chiquititititititititititititititas.

Estas y otras escenas repetidas de la vida diaria nos dan la pauta de que en el diseño no está, ni mucho menos, todo sabido. Que a veces, profesionales e idóneos (los dos por igual) se dejan llevar por quién sabe qué ideas seductoras ¿publicitarias? ¿efectistas? dejando de lado la más pura lógica (la más esencial) (la que no necesita de grandes teorías ni profundas consideraciones) la del sentido común. Mientras esto ocurra podremos seguir remando por lo que consideramos correcto sin temor a pensar que hay cosas ya sabidas (así sean las más esenciales) en el diseño visual, y que nuestro esfuerzo es vano. A ver muchachos si ponemos un poco más de coco y menos de firuletes (¡condescendiente!). Sin llegar al frío racionalismo (100% coco), ni al sensual posmodernismo (100% firulete). El que logre la síntesis se lleva la palma. Seguimos esperando.

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