El diseño en el negocio de la identidad

El diseño es una herramienta valiosa para la creación de valor funcional y emocional, que redunda en mejor retorno sobre la inversión de nuestros clientes.

Alvaro Magaña, autor AutorAlvaro Magaña Seguidores: 96

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Quizás es apropiado aclarar preliminarmente que el concepto «negocio», en el contexto de esta reflexión, debe ser entendido —en el sentido más amplio y constructivo—, como toda ocupación productiva con diferentes objetivos relacionados a diversos campos de actividad.

Por tanto creo que sería válido leer el encabezado de este texto que llamé preliminarmente «el diseño en el negocio de la identidad» de esta forma (en la que la RAE ha prestado palabras valiosas):

¿Cómo el diseño se relaciona con las ocupaciones productivas asociadas a los «rasgos propios de un individuo o de una colectividad», los que permiten a las personas e instituciones ser caracterizados y reconocidos ante el resto?

Dicho lo anterior, es de gran importancia entender:

  1. De qué forma se construyen los «rasgos propios» que conforman una identidad en el caso de las organizaciones, los productos y servicios dentro del contexto de la oferta y demanda de mercado.
  2. Luego definir de qué forma se inserta el diseño en ello.
  3. Cómo esta construcción de «rasgos propios» se convierte en una actividad productiva.

¿De qué hablamos cuando decimos identidad de productos y servicios?

La identidad es un constructo, una invención, «un objeto ideal, es decir un objeto cuya existencia depende de la mente de un sujeto». Cada persona construye la identidad de un producto o servicio en función de las pistas disponibles, lo que percibe, lo que sabe y lo que un producto o servicio hace por él. Cada uno de nosotros tiene una opinión propia acerca de los atributos y la naturaleza de cada oferta disponible en el mercado, y naturalmente hay tantas percepciones y creencias como personas.

En este sentido la identidad es un fenómeno de opinión, que debe gestionarse desde el entendimiento de las tendencias sociales y del estado emocional de las audiencias. Por ejemplo, somos completamente libres de opinar sobre la calidad de los productos, la atención y la infraestructura de un supermercado «X». En esta opinión inciden la percepción de precio, la atmósfera captada a través del servicio, la actitud y el estado de ánimo del personal de atención, los aromas, los sonidos, la lejanía del hogar o la oficina, el esfuerzo requerido para recorrer la sala, la iluminación, la limpieza, las terminaciones y la materialidad del mobiliario, la variedad de la oferta, la disposición de los productos, la claridad de la información disponible en la sala, la señalética, el pricing, etc.

Esta libertad de gusto u opinión difiere de una persona a otra, pues lo que es bueno para un exigente consumidor dispuesto a gastar su dinero y a satisfacer gustos sofisticados, no tiene porque ser apropiado para un comprador apurado, tal vez con un presupuesto limitado y sin muchas expectativas respecto a lo que espera de este supermercado «X».

De ahí que las organizaciones prioricen y «segmenten» sus audiencias a fin de poder comunicar eficientemente lo que ofrecen, cómo lo ofrecen y fundamentalmente el rol que quieren cumplir respecto a esa audiencia. Esto implica disponer, al mismo tiempo, elementos que garanticen la consistencia temporal y territorial de su identidad y satisfactores específicos para cada clase de consumidor.

Estas definiciones deben realizarse con un triple enfoque, en el que:

  1. deben entenderse con claridad las demandas latentes y explícitas del mercado;
  2. definirse con honestidad y algo de ambición las capacidades, los recursos, acciones y comunicaciones que la organización está dispuesta a desarrollar para satisfacer las necesidades de ese mercado, y
  3. deben declararse los aspectos que constituyen la esencia de la identidad que va a ser percibida por las audiencias, ya sea para diferenciarse y captar una cuota de mercado basada en sus aspectos únicos e irrepetibles, o para fundirse en su propia categoría (como lo hacen los «me too» o diversos clones de productos y servicios).

En este nivel de la determinación de la identidad de un producto o servicio, el diseño es clave y no solamente en tanto recurso que ayuda a discriminar una oferta de otra, sino además como articulador de esfuerzos logísticos y comerciales. Pero para ello es necesario comprender al diseño como un modelo mental diferente al de un «estilismo maquillador»: una actividad cuyo objetivo es sólo enmascarar o encubrir los aspectos genéricos o las disfuncionalidades de un producto o servicio.

El diseño será más eficiente si es incorporado en etapas embrionarias del desarrollo de una propuesta de valor, de manera que la construcción de su identidad sea coherente con los objetivos y recursos de la organización y relevante ante el escenario competitivo en el que emerge. De ser involucrado el diseño de modo más tardío se corre el peligro de convertir el desarrollo de la identidad como un añadido, algo sin raíces ni referencias en la propia historia de la organización ni en sus proyecciones y capacidades.

Eliminar este peligro para diseñar el alma de una organización, requiere estrategia, método y creatividad.

«El alma de una organización es su marca»1

Los objetivos estratégicos, los recursos disponibles y una claridad suficiente respecto al rol de la propuesta de valor de una marca en un escenario competitivo dado y de cara a los consumidores, son los insumos básicos para determinar qué papel va a cumplir el diseño en la construcción de identidad y qué especialidades, habilidades y talentos van a ser necesarios para conectarse con el mercado o la audiencia.

Lograr conexión, confianza y lealtad del mercado hacia un producto o servicio hoy implica mucho más que sólo esfuerzos comunicacionales, o promesas publicitarias de dudosa credibilidad. En este sentido el diseño de identidad es mucho más que definir un tono y estilo de marca. El diseño de identidad es una gran conversación interdisciplinaria, en la que una organización se plantea el entendimiento sistémico de lo que ésta propone, representa y entrega a la comunidad.

Un diseñador aquí debe entender su quehacer como el de un intérprete y orquestador de recursos tangibilizadores que le dan realidad material a la identidad de una organización, de un producto o servicio. A cada declaración de una organización le deben corresponder conductas, intervenciones físicas, formas, percepciones concretas, relaciones y transacciones.

Esto es hacer marca: gestionar recursos que se conectan con personas, establecer relaciones y transacciones honestas y transparentes (hoy se habla de la «tiranía de la transparencia»), ofrecer, seducir y retener una lealtad cada vez más fugaz y cambiante.

De los desafíos que un diseñador debe enfrentar en el ámbito comercial, probablemente uno de los más abarcadores y complejos es la construcción de marcas. No el diseño de logotipos que es apenas la punta del iceberg de la identidad, pues marca e identidad se manifiestan con diversos mecanismos y en diferentes espacios de relación, todos los cuales son diseñables, articulables y gestionables: a través del packaging, producto, web, redes sociales, medios impresos, arquitectura, publicidad, eventos, punto de venta, interiorismo, diseño editorial, textil, industrial, etc.

No hace falta ser Coca Cola o Apple para disponer de marcas que aporten valor a una organización, producto o servicio. Como decían las escrituras «más vale un buen nombre que las muchas riquezas». De la misma forma, en el largo plazo, más le vale a una organización poseer una «buena marca» que sólo enfocarse en sus aspectos operacionales y tácticos y en este sentido, aquellos diseñadores con los suficientes talentos y capacidades reales de insertarse en el mundo comercial, son un aporte que crea verdadero valor a sus clientes y, mediante ellos, a sí mismos y a sus carreras.

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  1.  Frase del diseñador chileno Gonzalo Castillo.
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