El diseño y la realidad

Se pueden considerar al menos dos realidades de la profesión: la de la producción material y la de las condiciones de esa producción. La primera reduce el diseño a un papel instrumental. La segunda lo sitúa en una perspectiva política.

Javier González Solas, autor AutorJavier González Solas Seguidores: 29

En el mismo día en que me llega una notificación de la organización de la BID (Bienal Iberoamericana de Diseño), leo —con retraso— un artículo de Raúl Belluccia en FOROALFA, y alguien me dice que lo que se enseña en la universidad no tiene que ver con la realidad de la vida. Con todo mi apoyo a una iniciativa en principio prometedora, con todo respeto al autor, y con la mejor receptividad para opiniones provenientes unas veces de un simple sentido común y otras de meros clichés, pienso que en los tres casos se trata de manifestaciones de superficie sobre cuyo origen vale la pena hacerse alguna pregunta.1

Comencemos por Belluccia: en su artículo «¿Qué hacen los diseñadores cuando diseñan?», intenta dar, de manera muy «realista», lo que se podría llamar una definición «institucional» del diseño: el diseño definido por la institución-mercado. También lo ha hecho en algún otro artículo de este foro, probablemente preocupado por contrarrestar la alarma o la neurosis de algunos diseñadores por no encontrar un lugar en el mapa de las contribuciones a la sociedad, o las elucubraciones que buscando la esencia del diseño olvidan lo que el diseño ya «hace». En principio el diseño sería lo que ocurre en «la realidad y no en los deseos»: encargos y soluciones. Y de acuerdo con esto añade: «El perfil del diseño en una sociedad está condicionado por el perfil de quienes lo demandan. Determinar qué se diseña, para qué se diseña, qué contenidos transmiten los objetos que se diseñan no es responsabilidad de los diseñadores». Una definición pragmática que redunda en una clara frontera profesional. Es comprensible que el interés por hacer aterrizar a la especulación pueda llevar a una simplificación, exigida en parte por esta retórica de oposición —simplificación que precisamente es el pretexto para estas líneas—, pero la comprensión se transforma en preocupación cuando el autor sólo aporta una floja razón para tranquilizarnos de ese límite puesto a la forma de entender la profesión: «esta determinación externa de los objetivos de los oficios y profesiones no es solamente un problema de los diseñadores».

El artículo en cuestión me sirve simplemente de pretexto para exponer algo sin duda ya sabido, pero que complementaría la —posiblemente forzada— visión parcial expuesta en él. Cabría detectar al menos dos tipos de «realidad», una la que el autor explicita, la constatable y fenoménica (se constata lo que aparentemente hay) y otra la que omite, la metafenoménica o crítica, alcanzable con lo que se podría llamar hermenéutica negativa: constatar también (como  reflejo estructural) lo que no hay, lo que falta, o incluso precisamente aquello de lo que depende que haya unas «cosas» fenoménicamente constatables y no otras. En esta segunda opción reflexiva el autor no parece dar cancha al diseñador.

La oposición entre una práctica analítica denominada aquí como fenoménica y constatativa, y otra metafenoménica y crítica puede quedar provisionalmente aclarada a través de otras terminologías teóricas superponibles y suficientemente conocidas. En términos semióticos en la primera práctica predomina lo sincrónico sobre lo diacrónico, oponiendo la semiótica del texto material a la del discurso. Otros hablarían de ausencia de percepción genética e histórica, es decir, omisión del origen de una situación en la que se generarían, en este caso, cierta tipología de encargos y no otros, incluso cierta manera de resolverlos y no otra. Otros más remitirían al olvido del concepto de hegemonía social, según el cual las prácticas sociales no son abstractas y elementalmente funcionales, sino que se ven condicionadas por el poder dominante; hoy el mercado.

No parecería muy aceptable negar a cualquier profesional la posibilidad de elegir entre reaccionar a lo inmediato, prescindiendo de condicionantes tanto estructurales como históricos, o bien afrontar las condiciones de su propia producción material y simbólica desde otros puntos de vista que los fenoménicos o que los vigentes. Cualquiera de las dos (o más) elecciones son políticas, pues intervienen, de manera pasiva o activa, en la pólis, es decir, se instalan necesariamente en ese espacio del que se dice que «no es responsabilidad de los diseñadores». Y esto no supone que el profesional haya de dejar de serlo para ser «político», como tampoco prejuzga el que se pueda implantar un proyecto de sociedad sólo desde el ejercicio de la profesión. Pero no es este el momento de tratar de estrategias o tácticas.

Cualquier ciudadano, cualquier profesional y, por tanto, cualquier diseñador, puede tener la competencia y la responsabilidad de opinar sobre los encargos de diseño, e incluso trabajar para que se produzcan de otra manera o en otro sentido. La esquizofrenia entre profesión y ciudadanía sería en sí misma—directa o indirectamente—, una construcción interesada aunque naturalizada, es decir, una ideología, en el sentido cognitivo.

Los planteamientos que se podrían llamar de tipo inmediatista frente a los de tipo crítico se corresponderían con lo que también algunos estiman como dos niveles de enseñanza distintos: el profesional y el universitario (el otro sería el simplemente instrumental). Es de todos sabido que, incluso desde la definición de tipo institucional (a la que parecería aproximarse el autor, aunque que de manera parcial), es sobre todo el aspecto crítico, aquel que está más ausente en el «círculo del diseño», adoptando la terminología del «institucionalista» Dickie: precisamente un pragmático y positivista. Y es precisamente el aspecto crítico el factor determinante de la Universidad, con lo que este discurso enlaza con otra de las causas inmediatas de estas líneas. Como enseñante y como profesional me encuentro concernido por los dos campos, por lo que no sería fácil achacarme una defensa corporativa unilateral. Quizás la universidad no sea todo lo crítica que debiera, ni la profesión todo lo consciente de su responsabilidad. Lo que sí puedo decir es que, en mi experiencia personal, los principales problemas «reales» con los que topo con más frecuencia no son precisamente de tipo instrumental ni profesional, sino justamente los que provienen de un análisis (o más bien de una falta de) de la realidad que no va más allá del sentido «común», algo que Habermas entendía como un sentido  «sistemáticamente distorsionado». Y esa distorsión es la que me afecta al fin como profesional. Por supuesto que no sólo a mí, ni sólo a esta profesión.

La realidad no entrega fácilmente su estructura ni su verdad. Sólo un pensamiento crítico puede llegar a desenmascarar las causas de sus fenómenos o manifestaciones.

Este pensamiento crítico era hasta ahora encomendado, e incluso institucionalizado, a través de las estructuras académicas, de las que la sociedad se provee porque considera que en la prospección del camino le va su seguridad y su porvenir. Al menos eso ocurría hasta hace poco. De ahí la alusión a los tres niveles didácticos del diseño (instrumental, profesional y crítico), de los cuales el tercero, el crítico, está en trámite de desaparición2, lo cual no es difícil de atribuir a los mismos intereses mercantiles hegemónicos citados.

El problema no es, por tanto, el tan manido de optar entre teoría y práctica, entre lo indagativo o lo inmediato, sino entre dirigir la mirada (theoría) a una realidad o a otra. Y esa mirada puede representar el componente político de cualquier profesión, más allá de su coto estrictamente funcional. Pero hoy por hoy parece que cada coto, profesional y universitario, recelan entre sí y celan su propia parcela. Parecería que, como Camus hacía decir al doctor Rieux en La Peste, uno no puede curar y saber al mismo tiempo.

Y, entrando en el tercer motivo de este discurso, la convocatoria de la BID puede servir como ejemplo de esa realidad que he llamado fenoménica, y, por tanto, cuestionable. La BID opta por configurarse en su primera actuación como un podio para el estamento profesional, pues propone una exposición de trabajos. Entre los objetivos de esta exposición aparece curiosamente también el de «potenciar la reflexión en el ámbito académico», algo un tanto peregrino entre el resto de objetivos, pero que lleva a pensar que aludir a la Academia aún da cierto caché. La convocatoria de esta exposición comienza con un muy correcto planteamiento técnico, pero al llegar a los criterios de selección de trabajos aparecen términos como «soluciones sorprendentes […], representar la modernidad y la juventud de un diseño consolidado y emergente a la vez, que apuesta por la experimentación y el riesgo, etc.».

Más allá de un cierto provincianismo profesional, manifestado en tomar como centro a los diseñadores más que al diseño, los términos subrayados expresan tanto la dóxa corriente como la pérdida de una oportunidad de heterodoxia. Desde esos términos, de manera crítica, se puede acceder a otros conceptos más generativos, de los cuales derivan: los que configuran una sociedad del espectáculo, una estética de la mercancía, un sometimiento a las necesidades del mercado como únicas, la mirada a la realidad bajo el espejo de la producción, etc.

Por otro lado esos mismos conceptos podrían ser sustituidos por los de utilidad masiva, acceso no exclusivo, necesidades radicales, etc., situables en otro polo del mismo eje estructural pero configuradores de otro tipo de sociedad que no es la hegemónica. Es cierto que al pensamiento débil esto le sonaría a utopía, denunciada como imposible ante el miedo de que fuera anuncio de una verdad prematura, que decía Lamartine. Pero sin prejuzgar aquí cuál de las opciones sería la más conveniente (discusión política no escamoteable), queda al menos de manifiesto el condicionamiento metafenoménico de los datos inmediatos desde los cuales se intentaría definir lo que el diseño hace. Bajo unos vocablos en los que aparentemente no vale la pena detenerse aparece la «marca» de la aceptación de un lenguaje, de una realidad y de unas relaciones sociales concretas. Esas precisamente que, para algunos, no competen al diseñador, pero bajo cuya ordenanza trabaja realmente y cuyos usos perpetúa. ¿Cuál de estas realidades es más real? ¿Y qué hacen «realmente» los diseñadores cuando diseñan? Probablemente «hacen» mucho más de lo que «hacen».

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  1. Casualmente acabo de revisar el libro de Daniel J. Boorstin, La imagen, en el que afirma: «Persisto en creer que lo que domina hoy [1971] la experiencia americana no es la realidad». Y se refiere precisamente a la imagen, y en concreto a la creación de pseudoacontecimientos. Teniendo en cuenta que hoy «América» (EEUU) es ya casi todo es fácil aplicar su afirmación también a nuestro espacio geográfico.
  2. Casualmente también acaba de aparecer el número 24 de Temes de Disseny (http://tdd.elisava.net), en el que el término «crítico» vuelve a aparecer en la literatura del diseño.
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Ilustración principal del artículo El diseño como forma de vida
El diseño como forma de vida El título remite a una frase tópica bastante al uso entre diseñadores cuya defensa de las prácticas del diseño suele ser casi siempre de carácter autorreferencial: «El diseño no es una profesión, es una forma de vida», dicen.

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